El extranjero en Mérida VII

Continuamos con la historia de D. Buenaventura Vivó, El extranjero en Mérida VII.

Una de las cosas que más me chocaron, fue el ver en un número crecido de esquinas, ciertas figuras simbólicas: en una había un toro, en otra un perro, en esta un gato, en aquella una perdiz, en la de aquí un moro, en la de allí una serpiente.

¿Qué significaba todo esto? Como iba solo no pude satisfacer mi curiosidad.

   

Ya había anochecido, y mi imaginación entregada a un cúmulo de reflexiones no lo había notado: me encontraba en la calle, pero no sabía en qué calle…. ¡Estaba perdido!

No importa, pensé. A fuerza de preguntar y caminar no podré menos que encontrar la plaza de la catedral, punto céntrico de todas mis operaciones.

Yendo al teatro

Al hacer esta reflexión, unas cuantas señoras, acompañadas de caballeros, pasaban por mi lado. Me acordé entonces que era noche de teatro, y dije para mi coleto; «siguiendo a estas damas, ellas me conducirán al coliseo, porque probablemente allí es adónde van.»

Determinación hecha. Seguirlas sin perderlas de vista, y a las tres o cuatro cuadras, vi una casa iluminada, por cuyas ventanas salían sones musicales. Una gran muchedumbre de pueblo se hallaba en la calle.

¡No hay duda, este es el teatro!

   

Las señoras se aproximaron, también yo me aproximé, y estreché algún tanto las distancias. Se abrieron paso entre el populacho, y por donde ellas pasaron, también yo pasé. El extranjero en Mérida VII. Un centinela había en la puerta impidiendo el paso a varios individuos que querían entrar.

No me permiten el paso

Las damas fueron respetadas; el paso les quedó libre. Iba a entrar con ellas, pero el centinela con voz estentórea me dijo: ¡atrás, atrás!

“Apretatus discurrit”, pensé.

¿Tú no me conoces? Le dije con tono imperioso: Tu atrevimiento será militarmente castigado.

El centinela me miró perplejo, dirigió su vista a mis bigotes.

Pase usted, me dijo.

¡Vivan mis bigotes! exclamé: de algo me habían de servir.

   

En la entrada de aquel edificio encontré a dos señores que había conocido en una casa de las diversas en que había sido presentado aquella mañana.

¿Caballeros, en dónde debe uno presentar su entrada? les pregunte.

¿Qué entrada? me respondieron sorprendidos.
¡Toma, qué entrada! La entrada del teatro.

No era el teatro, era un…

Pero si usted no está en el teatro, me contestaron sonriéndose

Pues ¿en dónde estoy?

Usted está en el colegio. Hoy se permite la entrada, en razón de, pero esto no es del caso, y puesto que la casualidad le ha conducido aquí, no debe pesarle porque disfrutará de muy buenas vistas. Venga usted con nosotros, que le enseñaremos lo que hay que ver.

   

Estoy a las órdenes de ustedes, señores.

“Subimos arriba” y principiamos a visitar aquel edificio, del cual no me ha quedado más que una sola impresión, pero ¡qué impresión! y el recuerdo de que estaba concurrido de un gentío inmenso, en el cual brillaba el bello sexo con todo su esplendor.

Sorprendido de tanta belleza

Difícil será en ningún país del mundo reunir casualmente un número de caras tan preciosas como las que había aquella noche en dicho establecimiento.

Quedé sorprendido. Lo mismo que en la tarde, ni una fea, mentira, digo, había algunas mamás.

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Permanecía en un mudo éxtasis contemplando aquel conjunto de hermosura, cuando absorbió particular y exclusivamente mi atención una niña que efectuaba. Apoyada en el brazo de su padre, su entrada majestuosamente en la sala en que me encontraba. No era una niña, nada tenía de criatura humana. El extranjero en Mérida VII. Era un serafín bajado del cielo para infundir emociones. La vi y temblé una conmoción violenta sacudió todo mi ser, un sudor frio cubrió mi semblante. Perdí la sala de vista.

   

Infeliz de mi: ¡¡¡estaba magnetizado!!!

Dos horas después desperté en mi cuarto del hotel. El doctor estaba a mi lado.

¿Dónde se ha metido usted? me preguntó: le he esperado en el teatro.

¿Dónde quiere usted que me haya metido? En una sala magnética, ya estoy cargado de fluido.

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