El extranjero en Mérida VIII

Continuamos con la historia de D. Buenaventura Vivó, El extranjero en Mérida VIII.

¡Albricias, amigo mío, albricias! y ¿Usted es el hombre que al separarnos me ha encargado tuviese cuidado con el magnetismo?

¿Qué quiere usted amigo mío? En esta ciudad es imposible evitarlo, su fluido es demasiado fino, por doquier se introduce. Y a usted, ¿Qué tal le ha ido?

El extranjero en Mérida III


¡Bien, muy bien! La función ha sido buena y perfectamente desempeñada. El Sr. Pineda es un actor consumado, distinguido, de mucha maestría. Pero, hay, amigo: ¡qué teatro, qué teatro!

   

¿No le decía a usted al tomar las lunetas que su exterior me infundía un mal agüero?

Es cierto.

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Un almacén como teatro

Pues, bien: la realidad ha excedido al mal concepto que de él me había formado. El teatro no es teatro, es un almacén al que se le ha querido dar la figura de tal. Ni escenario ni patio, ni palcos, ni lunetas nada absolutamente merece el menor elogio, agregando a estos defectos el de que no tiene ventilación. Aquello es un horno.

   

¡Qué lástima, y que mengua para una ciudad como Mérida, el tener un almacén por teatro!

Vamos, no exagere usted tanto y ¿qué le ha parecido la concurrencia?

Regular y lucida, pero de una tolerancia excesiva.

He visto un actor que no sabía ni jota de su papel, y sin embargo no se le ha silbado.

¡Oh! es preciso confesar que los meridanos tienen el órgano de la benevolencia demasiado desarrollado.

¿Había mucho lujo, doctor?

Un lugar austero

Muy poco, o mejor dicho ninguno. Las señoras estaban vestidas con alguna elegancia, pero con mucha sencillez. Sus prendidos eran materialmente caseros. Nada de esplendor, nada de brillo.

   

Es un mérito que las recomienda mucho.

Y eso que no sabe usted mejor.

¡Qué, mi amigo? Que en Mérida no hay ni un peluquero.

¡No es posible!

Ni tampoco una modista. Mucho menos puede creerlo.

¿En Mérida no haber una modista? ¡no puede ser!

Se lo aseguro a usted, porque así me lo han afirmado. Aquí las mismas señoras se hacen sus vestidos, sus peinados.

   

¡Qué felicidad para las faltriqueras maridales!

Pero, amigo, usted no se cansa de preguntar, yo estoy rendido de sueño, con que buenas noches, hasta mañana.

Serían como las siete de la mañana del siguiente día cuando abrí los ojos. Acababa de pasar una noche de sueños. La celestial figura de la joven que me había herido el corazón en el colegio, estuvo perenne en mi loca imaginación. No pude distraerme, no me era dable olvidarla. Era un sueño magnético. Levanté la cabeza de mi almohada. Dirigí la vista hacia la cama del doctor, estaba vacía.

A las ocho entró mi amigo muy ufano y placentero, llevando un libro en la mano.

Una curiosa fonda

¡De dónde viene usted, doctor?

Levántese perezoso: usted no madruga. El extranjero en Mérida VIII. Ya he corrido media ciudad, me dijo riéndose.

De la fonda de los agachados.

¿Cómo?

Si, señor, de la fonda de los agachados.

   

¡Qué fonda es esa?

Esa fonda es la plaza o mercado de esta ciudad, a la cual concurre mucha gente a comer los diversos manjares que ya cocidos, venden los indígenas.

Como las indias están sentadas en el suelo, fuerza es agacharse también, y de aquí debe provenir el que se le llame «fonda de los agachados»

Usted me admira.

Más admirado quedaría usted, sí viese que por medio puede comprar cincuenta y seis manjares diferentes.

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