El extranjero en Mérida III

Continuamos con la historia de D. Buenaventura Vivó, El extranjero en Mérida III.

Acordándome al propio tiempo de nuestro interlocutor de Sisal, cuando me dijo si llevábamos las pistolas para matar mosquitos. Salimos en fin de aquel verdadero potro, y a las pocas horas llegamos a Hunucmá. Eran las tres de la mañana. Hicimos alto en la casa donde se mudan los caballos. Tomamos nuestra taza de chocolate con un pan muy rico. Fumamos un tabaco, y volvimos a montar en la calesa tan luego como el cochero nos previno de que estaba en disposición de recibirnos.

El extranjero en Mérida III

Durmió como un tronco

La agitación, el cansancio y lo muy atrasado que me encontraba de sueño, me hicieron embelesar de tal modo que no desperté hasta el amanecer.

   

¿Dónde está Mérida? fue mi primera pregunta, al abrir los ojos, dirigida al cochero.
Señor, todavía falta una legua.

No sé cómo ha podido Y dormir, me dijo el doctor, estando el camino tan malo, en particular el que acabamos de pasar.

¿De veras está malo el camino? le pregunté admirado.

Cuando le digo que está malo es porque está fatal, pésimo, insoportable. Aquí se encuentra un fangal en el mismo que se entierra la calesa hasta el eje. Allí hay un lodazal del cual con mil trabajos pueden salir los caballos. El extranjero en Mérida III. Acá un hoyo que parece querer tragarse la calesa, y acullá un charco, laguna en pequeño, por donde se puede navegar ¡Parece que en este país no se cuidan los caminos! ¡Qué terrible traqueteo! y sin embargo usted ha dormido perfectamente.

   

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Eso prueba que el camino no estará tan malo como usted supone, porque de lo contrario no hubiera podido cerrar los ojos. Lo que prueba es que usted es capaz de dormir en la punta de una espada.

Llegando a Mérida

Pocos minutos después el cochero nos avisó de que ya se descubría Mérida. Miramos con avidez en la dirección que el indígena nos señalaba, y en efecto cuatro torres o campanarios se descubrían allá a lo lejos, siendo dos de ellas de mayor altura que las otras.

El extranjero en Mérida III

¿Qué le parecen a usted esas torres? pregunté a mi compañero así que estuvimos cerca.
Me gustan mucho, me respondió: son de hermosa, aunque antigua arquitectura: en particular las dos más elevadas reúnen mayores circunstancias y una armonía imponente, pero les falta lo mejor.

   

¿Qué es lo que les falta, doctor?

Un telégrafo en la primera, y un pararrayos en la segunda.

En esto llegábamos al principio de la población. Nuestra curiosidad principiaba a ponernos en agitación. El péndulo de la emoción se hallaba en movimiento. No cabíamos ya en la calesa.

Visitantes muy observadores

Fácil es de adivinar que toda nuestra atención, como sucede a la generalidad de los viajeros que por primera vez entran en una ciudad, se dirigía a dos objetos en general.

El primero es a observar cuantas caras femeninas veíamos, sin duda alguna impulsados por el fluido magnético que principiaba a obrar sobre nosotros. Y el segundo a contemplar en globo la población, mirándolo todo en general sin ver nada en particular.

Habíamos entrado en la primera calle, cuyo aspecto me gustó. Y estaba midiendo con la vista su extensión, cuando un soberbio pellizco aplicado en mi muslo por dedos vigorosos, me hizo salir de aquella contemplación, haciéndome pronunciar dos ayes (¡ay!, ¡ay!), producidos por el más acerbo dolor.

   

¿Qué es eso doctor, usted se ha vuelto loco? Mire usted que me ha lastimado. El extranjero en Mérida III.

Una niña angelical

Amigo mío, dispense usted instintivamente le he pellizcado para llamarle la atención, a fin de que viese esa hermosa niña que está aquí en una ventana de la acera izquierda.

Mire qué divina es…. qué interesante…; ¡Hombre del demonio, parece que todavía usted está durmiendo…!

Amigo, le respondí, es muy cierto que esa niña es angélica, pero esa no es una razón para que mi muslo deje de serlo, y usted lo estropee sin compasión.

¡Cuánto mejor! porque ahora ese será un mérito que platónicamente usted tendrá a su favor.

¡Bendita seas, mujer! exclamé, tu hermosura ya me cuesta un dolor.

Doblamos la segunda a tercera esquina. La calesa se paró, y nos apeamos en el hotel de diligencias, la mejor posada que se nos había dicho existía en Mérida.

   

Tomamos un cuarto para los dos. Nos lavamos y vestimos inmediatamente, conviniendo que, contra toda regla viajeril, cada uno iría solo por su lado hasta la hora de retirarnos a la noche, en la cual nos comunicaríamos nuestros reciprocas observaciones. Bajo este pacto nos separamos.

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