Visita del General Porfirio Díaz a Yucatán en 1906 (1/6)
Llegada a Progreso
Cuando, después del toque de diana en la mañana del día 5 de febrero, los pasajeros del «Fürst Bismarck», el barco que trajo desde Veracruz al Gral. Porfirio Díaz y su comitiva, salieron a cubierta. Sus rostros sonrieron y el mareo desapareció, como por encanto, a la vista de la playa aún lejana pero visible ya. Visita del General Porfirio Díaz a Yucatán en 1906 (1/6).
Grandes bandadas de gaviotas blancas seguían al buque con su grito dulce y melancólico; parecían dar la bienvenida a los que llegaban. Aquellas aves se abatían sobre las olas como si del cielo deshojasen margaritas. En seguida, rápidas e inquietas, seguían en pos del navío como un torbellino de nieve.
Detúvose el gigantesco vapor y por tres horas esperó la llegada de la escuadrilla que conducía y escoltaba al Primer Magistrado de la República.
Cerca del medio día desembarcamos.
Nada notable ofrece a primera vista el puerto de Progreso. Sólo llamónos la atención el color opalino de las aguas y la extrema longitud del muelle «Porfirio Díaz».
En lo que si cuantos llegaron repararon, fue en el aseo de la gente del pueblo. Los yucatecos con de una raza notablemente limpia.
En Mérida
Poco menos de media hora tardó en transportarnos de Progreso a la bella ciudad de Montejo un bien dispuesto tren del Ferrocarril Peninsular.
Así es que, cuando el sol acababa de pasar por el zenit, el tren se detuvo en la improvisada estación levantada en el Paseo Montejo, y precisamente a espaldas del recién inaugurado monumento del ilustre Dr. Don Justo Sierra O’Reilly.
No intentaré siquiera detallar la entrada del General Díaz y su comitiva a la simpática ciudad de Mérida; pues lo que entonces vieron nuestros asombrados ojos no es para describirse.
El Paseo Montejo se extiende al Norte de la ciudad y liga ésta con el pintoresco pueblecillo veraniego de Itzimná. A los costados se levantan espléndidas residencias que, en la ocasión a que nos referimos, desaparecían en gran parte eclipsadas por las tribunas allí levantadas por los especuladores.
En la multitud que veíase doquiera, florecían con profusión los delicados colores de los trajes femeninos.
La atmósfera estaba luminosa y transparente, como dejando al sol libre paso para animar con sus rayos hasta los últimos rincones de la opulenta ciudad.
A lo largo de las calles, por donde debía cruzar el cortejo, veíase un ejército heterogéneo formado por personas de todas clases, con animación creciente y fiebre de diversión, alimentada por la curiosidad. Las mujeres, vestidas con ligeros trajes de suave color en su mayoría, prestaban a esa cadena movible el aspecto más agradable.
El presidente y su séquito pasaron por aquella interminable serie de arcos magníficos, algunos altamente artísticos y originales. Detrás del elegante carruaje presidencial, un torrente de coches, automóviles y pedestres seguían al ilustre visitante, y esa cadena humana no cesaba un instante; aquello parecía no tener fin.
Descripción de la Ciudad de Mérida de aquel entonces
La ciudad de Mérida causa a sus visitantes la mejor impresión. Está perfectamente pavimentada con lámina de asfalto, siendo de cemento las banquetas. En todos los cruceros de las calles hay unos pozos absorbentes que llegan a la capa acuífera (8 metros) para recibir previa decantación en pozos situados en las esquinas de las calles, el agua pluvial recogidas por éstas.
A los lados se elevan hermosas casas, magníficos palacios, cuyas fachadas y portadas de mármol de colores jaspes, pasan casi inadvertidos al lado de otras construcciones más soberbias.
Desde la entrada vénse los jardines, en los cuales se advierte el más cuidadoso cultivo, el deseo de sobresalir en primores respecto de los otros.
A ser francos, tenemos que confesar que por haber oido decir creíamos que las yucatecas carecían de encantos y de gracia.
Cambio de percepción
Ahora debemos corregir semejante idea por lo que en Mérida vimos. En Yucatán hay muchas mujeres hermosas, esbeltas y graciosas que pregonan con sus ojos de cielo, luminosos y ardientes, y con el alegre reir de sus labios de fresa, que las hijas de la península tienen los atractivos más seductores que puedan suponerse en otras mujeres.
La mujer del pueblo, tanto de la ciudad como la del campo, viste un traje especialísimo, que la favorece en gran manera. Está formado por unas anchas enaguas y un «hipil», prenda típica del país. Es una especie de camisón sin mangas y de corte medianamente bajo para el cuello, y tan amplio en su parte superior como en la inferior. Distíngase por sus adornos y su clase, siendo el más sencillo en la gente de campo. Es más adornado y fino en las poblaciones hasta llegar a ser aristocrático en la elegante «mestiza» meridana.
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De: Revista «El Tiempo Ilustrado» Febrero 18, 1906
Imágenes: H. F. Schlattman